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Aferrarnos a las certezas. Elvira Rodríguez Labrador Aferrarnos a las certezas. Elvira Rodríguez Labrador

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Aferrarnos a las certezas. Elvira Rodríguez Labrador

En el medio del ruido y de la prisa, del miedo y de la risa, basta con una buena charla para recordar que la felicidad reside en los momentos sencillos. Bendita terapia con amigas.

Hace unos días me reuní con unas amigas en una abarrotada terraza en el singular barrio de Lavapiés. Parece que el calor ha llegado para quedarse en la capital, y la noche nos sorprendió más tibia de lo habitual. Estas noches primaverales de chaqueta y brisa son un regalo. Solemos quedar de vez en cuando, no tanto para ponernos al día, si no para compartir nuestros pesares y alegrías. La vida parece más liviana entre el jolgorio de las risas. Narramos con todo lujo de detalles las anécdotas más recientes, nos regalamos dudosos consejos, y compartimos nuestros desvaríos. Decía el francés Anatole France que la genialidad es locura y la locura es genialidad, por lo que podríamos considerarnos unas tías brillantes.


Esta bonita costumbre, convertida casi en un ritual, se convalida por una especie de terapia. A veces la vida pesa y, ya sabes, camarero, otra Alhambra aquí, por favor.


Dice el escritor y profesor universitario Roberto Palacios, que vivimos en la era de la ansiedad, y un reciente informe de la OCDE, entre otros, lo confirma. La percepción generalizada de que la ansiedad se ha vuelto omnipresente en la sociedad contemporánea es una realidad. Y es que parece que hay tanto hacer, tantos estímulos que asimilar, tanta prisa y tanto ruido, que a veces es inevitable sentir que el tiempo corre demasiado deprisa y el suelo tiembla bajo nuestros pies.


En el medio de esta vorágine, acordamos que lo mejor es “dejarnos fluir”, permitir que las cosas sigan su curso natural y adaptarnos a las circunstancias en vez de luchar contra ellas. Hace unos años trabajé con quien es ahora una amiga, que cuando tenía un mal día siempre me repetía “flexible como un junco para que la vida no te parta”. Esa frase ha vuelto a mí en innumerables ocasiones casi como un mantra. A veces solo necesitamos parar para recordarnos que, pase lo que pase, todo irá bien, que somos más fuertes de lo que pensamos, que no debemos tomarnos la vida demasiado en serio.




Otra gran recomendación que tratamos de aplicar en cada encuentro es estar presentes. Esto implica olvidarnos del teléfono móvil, a pesar de que esas notificaciones en la pantalla nos inviten a lo contrario. Parece una tarea fácil, pero me gustaría retar al lector de estas líneas a que lo intente y que exprima ese reto tanto como pueda. Los estudios dicen que una de cada tres personas mira el teléfono más de cien veces al día, lo que implica comprobar el móvil una vez cada diez minutos. Nada más que decir, señoría. Así que ponemos el teléfono en el medio de la mesa, mute, y quien lo coja sin una buena excusa, paga la siguiente ronda.


Estar conectados a través de la tecnología nos ofrece muchas ventajas, pero nada puede compararse una buena charla en persona. Y, aunque a veces tenemos que jugar el Tetris para encontrar un hueco en nuestras vidas desordenadas, siempre encontramos tiempo para lo importante. Después de la pandemia y de habernos resignado a vernos a través de la pantalla, valoramos aún más vernos en persona. Mirarnos a los ojos, tocarnos, abrazarnos… Cuántas cosas se puede decir con un abrazo. Además, a los veinte segundos segregamos una buena dosis de oxitocina, conocida como la hormona del amor, por lo que aprovecho para reivindicar los abrazos largos, es otra forma de sentirse en casa.


También llegamos a la ingeniosa conclusión de que no podemos preocuparnos demasiado por el futuro, adelantarnos a un mal presagio que, posiblemente, nunca llegue a suceder. Dice la psicóloga Marian Rojas, conocida por su libro sobre las personas vitamina, que el 90% de las cosas que nos preocupan jamás ocurren y, sin embargo, esos pensamientos impactan directamente sobre nuestra salud. Así que, en nuestra trascendental tarea de escucharnos y apoyarnos las unas a las otras, nos aseguramos de convencer a la interlocutora de que reinicie la mente y suelte los pensamientos negativos.

Por eso, en el medio de la prisa, de las dudas, cuando tengamos un día gris, cuando la vida parezca tambalearse, podemos aferrarnos a nuestras certezas, al camino que hemos recorrido para llegar hasta aquí. Al equilibrio que nos aportan las personas a las que queremos, que son un ancla cuando la vida se revuelve. Dejarnos envolver por la calma de los momentos cotidianos, la tan menospreciada rutina. Sentarnos alrededor de una mesa, un día cualquiera, el sol calentando la piel, una cerveza fresquita en la mano, la risa de tu gente, y el tiempo se congela. Son esos pequeños momentos, aparentemente insignificantes, los que nos llenan de felicidad.


Podemos huir a cualquier rincón de esta España tan rica de gente, de gastronomía y de arte. Refugiarnos en la música, volver a ver esa película de la que conocemos todos los diálogos, viajar a través de un libro. Decía José Saramago que la felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace, y en eso podemos trabajar cada día, en volcarnos en lo que nos apasiona, en agradecer lo que tenemos, embriagarnos del lado bueno de las cosas.


Y eso mismo pensaba hace unos días, en una terraza cualquiera, mientras la gente recorría sin prisa las calles de un Lavapiés bullicioso, y las luces de las casas y las farolas se iban encendiendo como si fueran estrellas. Mientras mis amigas parloteaban, una guitarra se oía en un bar cercano y el atardecer se posaba en los tejados de Madrid. A veces la vida pesa, y a veces es tan ligera como una pluma.


Brindemos por ello, camarero, otra Alhambra aquí, por favor.

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