Creadores - Cultura
El Arte de Saborear la Vida. Defreds
En un mundo que parece no detenerse jamás, donde los días se confunden en una vorágine de tareas y obligaciones, hemos olvidado cómo saborear la vida.
Vivimos con el piloto automático encendido, corriendo de un lado a otro, mirando el reloj más de lo necesario. Nos hemos vuelto expertos en sobrevivir, pero hemos olvidado lo que significa simplemente vivir. Y eso lo termina pagando la mente.
Recuerdo la última vez que logré escapar de esa rutina de trabajo y días sin más, un día en que decidí ignorar las alarmas que sonaban en mi cabeza. Era un viernes por la tarde. El sol ya comenzaba a decir adiós en el horizonte y, por alguna razón, me invitaba a detenerme. En lugar de apresurarme para llegar a casa, me desvié hacia la playa. El bullicio del tráfico se fue desvaneciendo a medida que me acercaba al mar, y un silencio casi olvidado empezó a instalarse en mí.
Me quité los zapatos y sentí la arena fría bajo mis pies. Caminé hasta la orilla y me dejé caer en la arena, observando cómo el cielo se teñía de colores que solo aparecen en los momentos más tranquilos del día. Frente a esa puesta de sol, me di cuenta de cuánto necesitaba detenerme. Me había acostumbrado tanto a la velocidad de la vida que había olvidado lo que era simplemente sentarse, mirar el cielo y dejar que el tiempo fluyera sin salida de emergencia.
Al día siguiente, decidí seguir el mismo camino de la lentitud. Quedé con unos amigos, de esos que conoces de toda la vida, en una terraza para tomar unas cervezas. La conversación no era diferente a otras tantas que habíamos tenido antes, pero algo cambió. Esa tarde nos reímos más fuerte, recordamos anécdotas viejas que habían quedado en el olvido y, sobre todo, nos dimos el permiso de no tener prisa por irnos. Ninguno miró el reloj; el tiempo dejó de ser un villano de Marvel para convertirse en un aliado.
La vida, me di cuenta, tiene momentos pequeños que pasan desapercibidos si no los saboreamos. Esos segundos en los que el sol roza nuestra piel, cuando el primer sorbo de cerveza nos refresca la garganta o cuando una carcajada sincera con amigos se siente como el mejor remedio para cualquier preocupación. Nos hemos acostumbrado tanto a correr que olvidamos cómo caminar, cómo disfrutar del viaje sin preocuparnos tanto por el destino. Sin fotos. Con momentos.
Empecé a practicar el arte de la lentitud en cosas simples: Dejar a un lado el móvil por la noche para leer un buen libro, sentarme a desayunar sin prisas, o salir a pasear sin un rumbo fijo. Pequeños actos de rebelde Peter Pan en un mundo que nos empuja constantemente a ir más rápido, a hacer más, a ser más productivos.
Y entonces entendí algo que había leído hace mucho tiempo, pero que hasta ese momento no había logrado comprender: la felicidad no es un lugar al que llegamos, sino la manera en que decidimos caminar el camino. No se trata de acumular momentos extraordinarios, sino de descubrir lo extraordinario en lo cotidiano. Ese atardecer en la playa, esa cerveza con amigos, esas horas en las que simplemente permitimos que la vida ocurra sin forzarla.
Porque si sale sola, es la vida de verdad.
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